febrero 12, 2014

UN VERANO PARA RECORDAR, ANA ESCRIBANO GARCÍA

Dejé mi maleta en el maletero y me volví para despedirme de mis hermanos. Los mellizos de ocho años, Nacho y Lucía, agitaban la mano acaloradamente, y Javi, el pequeñín de cinco años, me dio un fuerte abrazo. Les iba a echar mucho de menos a todos.
El plan para aquel verano no era lo que se dice precisamente apasionante. Me habían quedado dos, y mis padres me enviaban a una escuela de verano, que según ellos “me haría mucho bien” y me espabilaría para el próximo curso. Pero la cruel realidad era que iba a estar unos dos meses encerrada en no sé qué internado del norte de Inglaterra. Según la página web del centro, éste contaba con unos magníficos campos para practicar deportes y una espléndida piscina. Pero yo sabía que, en Inglaterra, ya fuera invierno o verano, está siempre lloviendo.
Ah, se me olvidaba presentarme. Mi nombre es Clementina. Sí, has leído bien: CLEMENTINA. Todavía hoy me pregunto por qué mis padres, hace ya quince laaargos años, decidieron ponerme un ridículo nombre de fruta. Supongo que es injusto que yo me llame así y mis hermanos no se llamen “Melón” o “Kiwi” o “Manzana”. Pero, en fin, no estoy contando esta historia porque quiera hacer justicia con mi nombre, ese es otro tema que poco importa en mi aventura en el pensionado de Sheffield.
Volviendo a la historia, os explicaré por qué en vez de ir a clases de refuerzo en España (hogar, dulce hogar), mis queridíiisimos padres tuvieron la maravillosa idea de enviarme a pasar el verano en Inglaterra, donde yo no conocía ni entendía el idioma, ni las costumbres, ni nada. ¿Quién puede comerse en su sano juicio un sandwich de pepinillos, existiendo el salmorejo? Puaagg. En fin, tratándose de los ingleses … ¿A qué viene eso de colocar el volante a la derecha y circular por la izquierda? Mira que son raros.
Bueno, perdón, ya me he vuelto a desviar del tema. Tengo ese defecto, me enrollo más que una persiana. Pues veréis, mi padre trabajaba como informático en una compañía. Hacía algún tiempo que le habían ofrecido ascender en la empresa si se trasladaba a Inglaterra donde necesitaban a personas con su experiencia. Mi padre había estado pensándolo mucho tiempo. No quería precipitarse, porque el irnos a vivir allí supondría grandes cambios en nuestra vida. Además de aprender el idioma, tendríamos que hacer nuevos amigos y, lo peor de todo, no veríamos mucho a nuestros familiares. Pero ese año, con la dichosa crisis, a mi madre la habían echado del trabajo porque necesitaban reducir la plantilla y, finalmente, se habían decidido. Ya no había marcha atrás, después de  Navidad, nos iríamos a vivir a Londres.
Cuando me enteré de que tendría que dejar todo lo que tenía aquí, para irme a un país extranjero en el que no conocía a nadie, la verdad es que me puse un poco insoportable. Se lo eché todo en cara a mis padres y les dije  que yo de España no me movía ni por un millón de euros, que me dejaran con la abuela, o con la tía Isabel. Pero no, ellos se empeñaron en que me iría con ellos.
Ahora, transcurrido el tiempo, supongo que no fui justa echándole las culpas de todo, ya que únicamente nos mudábamos para vivir mejor que aquí, porque en España no había mucho trabajo. A mis padres también les supuso, sin duda, un gran esfuerzo. Pero en aquel momento no reparé en aquello, simplemente pensé en que mi vida iba a dar un giro de 180 grados y que nada volvería a ser como antes. Nada de veranos soleados en Cádiz.  Nada de salir con mis amigos o de explorar el pueblo de mi abuela con mis primos en Semana Santa. Nada de ir a la plaza de toros. Nada de comer los domingos en casa de la tía Isabel después de misa. En definitiva, nada de nada.
El caso es que el mismo día en que terminó el curso y traje las notas a casa, mis padres se enfadaron muchísimo. A la mañana siguiente me dijeron que habían decidido que pasaría el verano en Inglaterra para aprender inglés, ya que nos mudaríamos allí en cuestión de medio año, y porque además era una de las que me había quedado. La otra era Física. Eso ya era más dificilillo. Porque si no tenía ni idea de inglés, como me iban a enseñar física allí. Se lo expliqué a mi padre. Pero él no dio su brazo a torcer. Al parecer confiaban plenamente en los métodos de enseñanza de Sheffield.
Como en casa no estábamos atravesando el mejor momento económico y mis padres habían empleado todos sus ahorros para que me fuera a estudiar al extranjero, me propuse que aprovecharía a fondo las clases para recuperar en Septiembre y que mis padres estuvieran orgullosos de mí otra vez.

Una semana más tarde mis padres me dejaron en la estación de Puertollano, desde donde tomaría un tren a Madrid. Y desde allí, un vuelo hasta Londres. En el momento de tomar el tren, me entró miedo, porque iba sola, y no conocía a nadie. ¿Y si no le caía bien a la gente del internado? ¿Y si me pasaba dos meses sin hablar ni jugar con nadie? Al cabo de un rato, me quedé adormilada con mis pensamientos viendo el paisaje por la ventana. Cuando desperté, me comí un bocadillo de jamón y cogí el móvil para revisar mi “wasap”. Mi amiga María me había puesto un mensaje: “Te echaré mucho de menos. Este verano no va a ser lo mismo sin ti L.”  Qué  pena me daba. Nunca antes había sentido esa tristeza por alejarme de mi pueblo y mi gente.
Al llegar a la estación de Madrid pasé algunos minutos de nervios hasta que conseguí orientarme y dar con la persona que me guiaría a mi desconocido destino de verano. Por fin vi a una señora de mediana edad, que llevaba un cartel en el que ponía: INTERNADO SHEFFIELD. Detrás de ella, había una fila de chiquillos con las caras sonrosadas por los nervios. Me uní a ellos y la señora hizo un recuento de todos los niños. Al comprobar que estábamos todos, echó a andar hacia un autobús amarillo. Todos nos acomodamos en los asientos e iniciamos el trayecto. Yo me senté con una chica rubia y llena de pecas, de expresión simpática. Me sonrió y me dijo que se llamaba Amanda. El camino hasta el aeropuerto fue corto. Allí había otro montón de niños que tenían el mismo destino. Durante las tres horas del vuelo estuve  charlando con Amanda. Me contó que era de Badajoz y que le habían quedado cinco. Sus padres se habían divorciado y su madre se había empeñado en que fuese a Inglaterra al ver sus malas notas. Yo le conté mi historia y también le hablé sobre mis padres y mis hermanos. Ella era hija única, pero me habló de sus amigos, de su colegio y del tipo de vida que llevaba. Estábamos bastante entretenidas hablando, cuando unos niños, que estaban sentados detrás de nosotras, empezaron a molestarnos. Se llamaban David y Rodrigo. David tenía el pelo y los ojos marrones, y Rodrigo era moreno, con los ojos verdes. Empezamos a hablar y a hablar, y al final, nos acabaron cayendo bien. Ellos eran amigos e iban juntos al instituto. No iban mal en el colegio, pero para mejorar su inglés, sus padres se habían puesto de acuerdo para mandarlos a Inglaterra.
Cuando llegamos a Londres, tomamos otro autobús hasta el internado. Ya era media tarde cuando llegamos. Cuando lo vi quedé impresionada. El internado parecía un castillo de los de las películas. Era gigante, con unos ventanales grandísimos y unos tejados increíblemente azules. Todos quedaron igual de asombrados que yo. Una mujer nos acompaño a nuestras habitaciones y nos indicó donde debíamos dejar las cosas. A mí me tocó un cuarto orientado al este. Estaba en un torreón, y era amplio y luminoso. Escogí una cama junto a la ventana. Esta tenía un edredón floreado y una almohada a juego. Al lado de la cama había un escritorio y en el otro extremo, un gran armario de roble. Dejé mi maleta sobre la cama, y empecé a deshacerla. Metí en el armario los vaqueros cortos, junto con las mallas y otros “shorts”. Luego doblé las camisetas, camisas, sudaderas y jerséis que había traído. Debajo de la cama metí las zapatillas que había llevado y encima del escritorio dejé una foto enmarcada de mi familia, un estuche lleno de material, mis libretas, y mi diccionario de español-inglés. Guardé mi móvil con el cargador y mi monedero en un cajón del escritorio y lo cerré con llave. En el armario dejé mi neceser, mi estuche de maquillaje y también escondí la llave. Luego cogí el cepillo y me dirigí al baño. En aquel momento llegaron las otras tres niñas con las que compartiría la habitación. Éstas empezaron a ordenar sus cosas mientras yo aprovechaba para ir al baño. Me miré en el espejo. Mis ojos azules brillaban de emoción ante aquella nueva experiencia que iba a vivir. Me cepillé mi largo pelo castaño, me eché un poco de perfume y volví al dormitorio. Las chicas, al igual que yo, ya estaban listas para bajar a cenar. Antes de eso, intercambiamos unas frases de saludo. Dos de ellas eran inglesas, pues en el internado mezclaban a las nativas con las españolas para que aprendiéramos inglés cuanto antes. Se llamaban Pamela y Alison. Las dos eran pelirrojas y de ojos claros. La otra también era española, cordobesa, de hecho. Se llamaba Patricia, aunque todos la llamaban Pat. Era morena, con los ojos marrones.
Las cuatro bajamos al comedor, que parecía sacado de las películas de Harry Potter. Reunidos allí estábamos por lo menos trescientas personas. La cena consistía en ensalada, y de segundo, puré de patatas con salchichas. De postre había flan de vainilla. Amanda se sentó conmigo en la mesa, junto con sus compañeras de habitación; Bella y Gwendoline, que eran mellizas, e Inés. Muy simpáticas por cierto. Luego, David y Rodrigo, nos presentaron a sus compañeros, Lewis y Charlie. Nos contaron (todo en inglés) que era el tercer año seguido que venían allí en el verano. Yo les dije que me había impresionado ver lo antiguo que era el internado. Ellos nos contaron que era un castillo de la Edad Media y que, aunque estaba rehabilitado, todavía quedaban cientos de pasadizos que la mayoría de la gente desconocía pero que ellos habían explorado decenas de veces. Yo estaba flipando por haberme enterado de lo que nos estaban contando, por lo visto, no se me daba tan mal el idioma. Luego, los muy payasos, empezaron a picarnos a Amanda, Inés y a mí, con que no éramos capaces de adentraros allí con ellos. Las tres aceptamos el reto. Cuando terminamos de cenar, fuimos al corredor para subir a nuestros dormitorios. De pronto, escuché que alguien me llamaba. Me volví y vi qu,e plantado en mitad del pasillo estaba Rodrigo, con una sonrisa irónica en su cara. Me llevó un momento aparte, debajo de las escaleras. Él no dejaba de sonreír y me empecé a poner nerviosa. Me sudaban las manos. Distinguía sus ojos semiocultos en la oscuridad. Sólo me dijo: “¿Me das tu móvil?” Un instante después ya volvía al pasillo, satisfecho. Había conseguido lo que quería. Tan solo un segundo antes de salir susurró: “Eres muy guapa”. Y se fue.
Esa noche, en mi cama, daba vueltas sin parar. No podía dormir. Estaba nerviosa. Me iba a costar aclimatarme a la forma de vida que llevaban en el internado. Nunca antes había ido a clases en el verano. Además echaba de menos a mis hermanos y mis padres. Y, por otra parte, la escenita de Rodrigo debajo de la escalera, en fin… Me daba mucho que pensar. En aquel momento, escuché un zumbido. Era mi móvil. Busqué la llave y abrí el cajón, sin hacer ruido, para no despertar a las demás, que dormían como troncos. Miré mi “wasap” y tenía dos mensajes de un número desconocido. Decían lo siguiente: “Soy Rodrigo J. Puedes dormir?”  Le añadí a contactos y luego le contesté que no. A los pocos segundos, me llegó su respuesta: “Sal al pasillo. SORPRESA.”
Mi cuerpo se estremeció. Salir al pasillo en mitad de la noche, quebrantaba las reglas. Pero no pude resistirme. Me calcé las zapatillas y me dirigí a la puerta. En el corredor, justo en la puerta de enfrente, se encontraba él. Me pregunté cómo habría encontrado mi habitación. Rodrigo se acercó a mí y me preguntó:
- ¿Crees que con un beso mío, dormirías mejor?- preguntó.
- ¿Y tú no crees que vas demasiado rápido? Tenemos todo el verano - me entró la risa floja. Y volví corriendo a mi cama.
Él se quedó fuera, y ya no me volví a acordar de él hasta la mañana siguiente, porque en pocos minutos me había quedado dormida.
A la mañana siguiente, justo a las siete y media, sonó un estridente timbre, y todo el mundo saltó de sus camas, dispuesto a comenzar de la mejor manera posible su estancia en Sheffield. Después del desayuno, comenzaron las clases. Nos habían dividido en grupos de veinte, más o menos. No me tocó con ninguna chica que conociese, y eso me decepcionó. Nuestro profesor se llamaba Mister Potts. Estuvimos hablando y haciendo un trabajo sobre la contaminación, “The pollution”, como no dejaba de repetir  el profesor con su marcado acento británico.
Después de las clases, había rato libre y fue ése el momento que aprovechamos para bajar a los pasadizos. Rodrigo se encargó de buscar a los chicos y yo a Inés y Amanda. Procuramos que no nos vieran los profesores y nos dimos prisa en llegar al sótano. Una vez allí, Lewis retiró una caja llena de tazas que había en el suelo y, a la vista de todos, quedó una trampilla de madera. Tirando de una argolla de hierro, la levantó y en el fondo aparecieron una serie de escalones que descendían hasta la más densa oscuridad… Charlie encendió una linterna, y de la mano, fuimos descendiendo todos. Al llegar abajo, miré alrededor y descubrí que nos encontrábamos en una especie de cámara que tenía numerosas salidas que se iniciaban desde allí. Dos de ellas tenían hechas unas inscripciones con tiza, que seguro habían hecho los dos ingleses. Charlie empezó a relatarnos una leyenda, que trataba sobre el castillo en el que nos encontrábamos. Se contaba que una princesa, a la que habían obligado a casarse, se había internado en aquellos pasadizos para huir de un matrimonio que no deseaba en absoluto. Pero se perdió y nunca encontró la salida. Se organizaron numerosas búsquedas para encontrarla, pero no dieron con ella. Y todavía se decía que su espíritu rondaba por aquellos túneles todas las noches.
Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Si aquella historia era cierta, nos podíamos encontrar con un esqueleto en cualquier momento, y la idea no me agradaba lo más mínimo. Pero no quería quedar como una tonta delante de los demás, así que los seguí…
Hubo un momento en el que mis pies notaron algo pegajoso que había en el suelo. Mi corazón se desbocó, pero al mirar abajo solo vi una masa negra que flotaba en una especie de riachuelo subterráneo que atravesaba la estancia por la que estábamos pasando. De pronto se escucharon una serie de ruidos extraños y me entró el pánico. Yo no veía muy bien allí abajo así que me aferré al primero de mis compañeros que encontré. Como no, Rodrigo. Una especie de pájaros negros se soltaron del techo y nos cayeron en las cabezas. Eran murciélagos. Ante eso, ya no aguanté más. Me daba absolutamente igual lo que pensaran los demás de mí. Pedí a gritos que nos saliéramos de allí.
No volví a respirar tranquila hasta que nos encontramos bajo la luz del sol de nuevo. Hacía un día espléndido, lo que contradecía mi teoría de la lluvia constante en Inglaterra. Amanda, para que se me pasara el mal rato que había pasado abajo, me propuso que fuéramos a la piscina. Las dos subimos rápidamente a los dormitorios y nos pusimos el bañador. Yo escogí uno azul oscuro con florecitas blancas que me gustaba mucho, y me fui al pasillo a esperar a Amanda. Nos fuimos juntas a la piscina y nos sentamos en el bordillo. Los rayos de sol nos daban en la cara y en el agua se reflejaban toda clase de colores. Me sentí bien, a gusto con todo. La gente riendo y gritando, pasándolo bien, un tiempo delicioso, un paisaje extraño, pero original, y yo en medio de todo y de todos, feliz.
A los pocos minutos unos chicos se sentaron a nuestro lado. Quiénes iban a ser… Amanda y David comenzaron a hablar de sus cosas y al poco rato los dos se metieron en la piscina para refrescarse. Rodrigo y yo nos quedamos fuera, sin saber qué decir. Un silencio incómodo se interponía entre ambos; sin duda, fruto del acontecimiento de la noche anterior. Me quedé mirándole como una tonta. Llevaba un bañador verde oscuro que le sentaba muy bien. Tenía la piel morena, algo raro pensé para ser de Madrid, y su sonrisa mostraba unos dientes tan blancos que parecían perlas. Era insoportablemente guapo. De repente, oí unas risas. En el agua Amanda y David nos miraban con expresión burlona y nos empezaron a tirar agua.

 *                     *                     * 
Los días pasaban volando. Las horas parecían minutos; y los minutos, segundos. Ya nos encontrábamos a mitad del verano. Mi inglés era bastante mejor que cuando había llegado. Lewis, Charlie, mis compañeras inglesas de habitación y Mister Potts se encargaban de ello. En Física tampoco iba mal, la señorita Small, mi profesora, era exigente pero muy agradable y explicaba muy bien. La rutina de Sheffield se había convertido en mi ritmo de vida. Amanda y yo éramos inseparables, y Rodrigo…
En fin, Rodrigo seguía sorprendiéndome. Cada día, en nuestros ratos libres bajábamos a los pasadizos. Nos habíamos propuesto encontrar lo que otros no habían encontrado: la princesa. Nadie parecía vernos nunca. Por eso habíamos formado el club de los Invisibles. No existíamos a los ojos de los demás. Éramos nosotros para nosotros. Vivíamos en nuestra fantasía, nos montábamos nuestras aventuras… Todos los pasadizos los habíamos llenado de inscripciones, los habíamos explorado hasta el final, aunque sin hallar nada. Empezábamos a decepcionarnos. Lo más posible era que no encontrásemos nada. Pero nuestro interés persistía.
Un día en el que recibí una llamada de mis padres les conté lo bien y lo rápido que se estaba pasando el verano. Entre clases, excursiones, veladas… Ellos me dijeron que ya habían vendido nuestra casa y que estaban buscando un piso en Londres al que trasladarnos después de Navidad. La noticia me entristeció. España era mi hogar, y mi vida estaba allí. Aquel era un paso decisivo; tenía que empezar de nuevo.
Los días siguieron pasando y ya nos encontrábamos enfilando la última semana. Cada día en Sheffield había sido perfecto y único. Pero las cosas cambiaban. Cuando terminase el curso de verano me separaría de todos mis nuevos amigos; y a David, Rodrigo y Amanda, probablemente no los volvería a ver, porque aunque volveríamos juntos a España, yo no tardaría en irme. Por otra parte, Rodrigo no había intentado nada más. Al parecer él creía que a mí no me gustaba. Y aunque no era así, yo no tenía el mismo valor que él para decírselo.
Nuestras aventuras subterráneas tampoco habían dado mucho fruto. Pero el penúltimo día, la suerte quiso que aquello cambiara. Todos teníamos los ánimos por los suelos. Al día siguiente todos volveríamos a casa, y después de dos meses juntos, iba ser difícil vivir separados.
De la mano, empezamos a caminar por el único pasadizo que nos faltaba por investigar. No sé con seguridad cuánto tiempo estuvimos caminando pero, en cierto momento, llegamos a una cámara de techos altos y el suelo de azulejos. Allí terminaba el camino, pues no se veían salidas de ningún tipo. Totalmente abatidos, nos sentamos en el suelo a descansar. Pero Lewis, murmurando algo por lo bajo, recorrió toda la habitación, deslizando la mano por la pared.
Un ruido nos sobresaltó y nos sacó de nuestros pensamientos. Lewis estaba en pie sonriendo, al lado de una cavidad en la pared. Nadie preguntó nada, porque no hacía falta hacerlo. Atravesamos el agujero y desembocamos en una habitación que estaba débilmente iluminada por algunos rayos de sol que se filtraban del techo. La estancia contaba con una gran cama que parecía que iba a desplomarse de un momento a otro, una mesa, unas cuantas sillas y dos baúles. Había cuencos de oro, cubiertos y candelabros con velas polvorientas repartidos por todos los lados. Encima de la cama, yacían dos esqueletos, abrazados, vestidos con unas telas andrajosas, que en el pasado habrían sido elegantes vestidos. Asombrados, todos nos apiñamos en el centro del cuarto. Estábamos notablemente emocionados, ya que habíamos descubierto la verdadera historia de la princesa. Ésta no se había perdido en los pasadizos, sino que había huido hasta allí abajo con su verdadero amor, para poder vivir juntos sin que nadie se lo impidiese.
Noté que alguien me apretaba la mano. Era Rodrigo. En aquel momento, algo cambió. La estancia se difuminó. Mis amigos desaparecieron. Solo estábamos él y yo. No me acuerdo de mucho, tan solo que nuestros labios se fundieron en un cálido beso. Después de aquello, me sentí más fuerte. Ya no haría falta decirnos nada. Nuestra mirada nos decía todo lo que ansiábamos saber; le quería, me quería. Nos queríamos.
Y aquel instante mágico se disolvió, roto por las risas y los comentarios de todos los miembros del club de los Invisibles.

*                      *                     *
Desgraciadamente, mi estancia en Sheffield terminó, y tuvimos que volver a casa. El camino de vuelta estuvo lleno de llantos, anécdotas y promesas de volver a vernos.
Aunque estaba deseando de reencontrarme con mis padres y hermanos y contarles todas mis aventuras me sentía extraña alejándome de mis nuevos amigos. En los días siguientes aprobé mis exámenes de Septiembre y empecé a hacerme a la idea de todo lo que se me venía encima. Dejaría España en pocos meses pero, bueno, tenía una familia que me quería y ese verano, después de todo, había sido genial. Había reído, había hecho amigos, me había enamorado…
Los echaba de menos pero no me sentía triste, no. Estaba segura de que antes o después el club de los Invisibles se volvería a encontrar.

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