Dejé mi maleta
en el maletero y me volví para despedirme de mis hermanos. Los mellizos de ocho
años, Nacho y Lucía, agitaban la mano acaloradamente, y Javi, el pequeñín de
cinco años, me dio un fuerte abrazo. Les iba a echar mucho de menos a todos.
El plan para
aquel verano no era lo que se dice precisamente apasionante. Me habían quedado
dos, y mis padres me enviaban a una escuela de verano, que según ellos “me
haría mucho bien” y me espabilaría para el próximo curso. Pero la cruel realidad
era que iba a estar unos dos meses encerrada en no sé qué internado del norte
de Inglaterra. Según la página web del centro, éste contaba con unos magníficos
campos para practicar deportes y una espléndida piscina. Pero yo sabía que, en
Inglaterra, ya fuera invierno o verano, está siempre lloviendo.
Ah, se me
olvidaba presentarme. Mi nombre es Clementina. Sí, has leído bien: CLEMENTINA.
Todavía hoy me pregunto por qué mis padres, hace ya quince laaargos años,
decidieron ponerme un ridículo nombre de fruta. Supongo que es injusto que yo
me llame así y mis hermanos no se llamen “Melón” o “Kiwi” o “Manzana”. Pero, en
fin, no estoy contando esta historia porque quiera hacer justicia con mi
nombre, ese es otro tema que poco importa en mi aventura en el pensionado de
Sheffield.
Volviendo a la
historia, os explicaré por qué en vez de ir a clases de refuerzo en España (hogar,
dulce hogar), mis queridíiisimos padres tuvieron la maravillosa idea de
enviarme a pasar el verano en Inglaterra, donde yo no conocía ni entendía el
idioma, ni las costumbres, ni nada. ¿Quién puede comerse en su sano juicio un
sandwich de pepinillos, existiendo el salmorejo? Puaagg. En fin, tratándose de
los ingleses … ¿A qué viene eso de colocar el volante a la derecha y circular
por la izquierda? Mira que son raros.
Bueno, perdón,
ya me he vuelto a desviar del tema. Tengo ese defecto, me enrollo más que una
persiana. Pues veréis, mi padre trabajaba como informático en una compañía.
Hacía algún tiempo que le habían ofrecido ascender en la empresa si se
trasladaba a Inglaterra donde necesitaban a personas con su experiencia. Mi
padre había estado pensándolo mucho tiempo. No quería precipitarse, porque el
irnos a vivir allí supondría grandes cambios en nuestra vida. Además de
aprender el idioma, tendríamos que hacer nuevos amigos y, lo peor de todo, no
veríamos mucho a nuestros familiares. Pero ese año, con la dichosa crisis, a mi
madre la habían echado del trabajo porque necesitaban reducir la plantilla y,
finalmente, se habían decidido. Ya no había marcha atrás, después de Navidad, nos iríamos a vivir a Londres.
Cuando me
enteré de que tendría que dejar todo lo que tenía aquí, para irme a un país
extranjero en el que no conocía a nadie, la verdad es que me puse un poco
insoportable. Se lo eché todo en cara a mis padres y les dije que yo de España no me movía ni por un millón
de euros, que me dejaran con la abuela, o con la tía Isabel. Pero no, ellos se
empeñaron en que me iría con ellos.
Ahora,
transcurrido el tiempo, supongo que no fui justa echándole las culpas de todo,
ya que únicamente nos mudábamos para vivir mejor que aquí, porque en España no
había mucho trabajo. A mis padres también les supuso, sin duda, un gran
esfuerzo. Pero en aquel momento no reparé en aquello, simplemente pensé en que
mi vida iba a dar un giro de 180 grados y que nada volvería a ser como antes.
Nada de veranos soleados en Cádiz. Nada
de salir con mis amigos o de explorar el pueblo de mi abuela con mis primos en
Semana Santa. Nada de ir a la plaza de toros. Nada de comer los domingos en
casa de la tía Isabel después de misa. En definitiva, nada de nada.
El caso es que
el mismo día en que terminó el curso y traje las notas a casa, mis padres se
enfadaron muchísimo. A la mañana siguiente me dijeron que habían decidido que
pasaría el verano en Inglaterra para aprender inglés, ya que nos mudaríamos
allí en cuestión de medio año, y porque además era una de las que me había
quedado. La otra era Física. Eso ya era más dificilillo. Porque si no tenía ni
idea de inglés, como me iban a enseñar física allí. Se lo expliqué a mi padre.
Pero él no dio su brazo a torcer. Al parecer confiaban plenamente en los
métodos de enseñanza de Sheffield.
Como en casa no
estábamos atravesando el mejor momento económico y mis padres habían empleado
todos sus ahorros para que me fuera a estudiar al extranjero, me propuse que
aprovecharía a fondo las clases para recuperar en Septiembre y que mis padres
estuvieran orgullosos de mí otra vez.